sábado, 9 de marzo de 2019

EL POEMA COMO COMBATE INTERIOR, DE JEAN STAROBINSKI







El combate está en todas partes, para el poeta. A su alrededor, dentro de él, existe algo que lo reprime o lo somete, y de lo cual hay que dar razón. Algo que debe ser roto, o embelesado, o incluso liberado. (En el mito griego, se lanzan pasteles de miel, la música conduce a los monstruos que prohíben el acceso a las entradas más profundas.) Siempre existe este adversario anónimo que se interpone en el camino de la boca que pronuncia, ese vacío que busca captar las palabras a medida que nacen. Hay fronteras que deben ser rotas, intensidades que deben ganarse ante el frío y la indiferencia, tanto dentro como fuera. Y debemos forzar las defensas de estas realidades salvajes en las que buscamos la amistad...
El combate está en todas partes. Su término extremo es la tensión heroica. ¿Pero no está la confrontación ya comprometida desde los primeros movimientos de la poesía y los alineamientos  más simples del canto, incluso cuando no se busca desarrollar una ambición "superior"? Desde el momento en que el poeta recibe la primera llamada interior que le pide que se convierta en una voz, desde la primera emoción de la palabra, debe saber cómo superar todos los poderes que reprimen su canto, debe superar ese silencio que se opone al estallido de las palabras, para liberar así las imágenes que la inercia detienen. El canto más ingenuo, la línea melódica más humilde existe solo al precio de una victoria siempre amenazada por una "materia" opuesta que se le resiste. Es en este material miserable y vacío en el que el poema se registra, es en él que muerde -como si fuera un golpe de fuego en un bloque de noche o en la nada masiva. Es necesario para la palabra este negativo que la hace existir en el rechazo: así puede ella hacérsenos visible, desprenderse de lo que la rechaza y la niega- la letra negra sobre el blanco de la página. Esta resistencia muda es el auténtico soporte del poema; y, como las figuras en la pantalla, las palabras se forman en esta impenetrable y ligera opacidad que parece formada con las cenizas de todas las palabras perdidas…
Hay algo inasible en esto que toma consistencia oponiéndose al canto, un límite que se está reformando siempre más lejos, a medida que pensamos que lo creemos rebasado. Solo quizá lo supere el silencio que el poema crea para absorberlo, ese silencio de antes de las palabras que perseguimos pensando en la victoria... Pero el infierno (o los cielos) son siempre más vastos que el campo de Orfeo. Un aire inviolado circunda las palabras más altas. Su propulsión hacia el espacio espiritual no las llevará más lejos (al menos por esta vez). Pero allí donde muere la última onda del campo, frente a ese extraño para siempre, extraño que ya no tiene fuerza para invadir nada, allá donde el canto se extingue ante lo que ya no le pertenece, allá donde se reencuentra "el otro" irreductible, allá donde están las fronteras verdaderas de la poesía, allá la línea ideal traza el rostro de un poeta.
Lo  insuperable se posa sobre su faz y atrapa la imagen como el velo de la Verónica. El retrato del poeta está en los confines de su canto; para nosotros, ese límite sigue siendo secreto. ¿Hay alguna vez algo que termine definitivamente? ¿No queda el futuro abierto a esta música que crece como un árbol en la libertad del cielo? Porque las grandes obras tienen el don de crecer con el tiempo, aunque la mano que las conformó ya se haya congelado.


Jean Starobinski, La Beauté du monde. La littérature et les arts, Gallimard, Paris, 2016.


(Nota bene: El pasado 4 de marzo nos dejaba en Morges, a orillas del lago Lemán, el ginebrino Jean Starobinski. Su magnífica obra, sus lecturas, su visión imaginativa, su erudición, nos seguirán acompañando en el viaje prodigioso por los textos, mostrándonos nuevas maravillas de tierras incógnitas. Sit tibi terra levis, magister.)

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