Así, "el anacoreta", llamó Juan Gil-Albert al poeta malagueño Alfonso Canales, que con alto dolor nos ha dejado. Lo escribió en las "Notas espontáneas" que puso al frente de la edición valenciana de El Canto de la Tierra. Lo editaba Lindes, Cuadernos de poesía, una excelente colección que se editó aquí en Valencia -qué inolvidables los poemarios de Gil-Albert y Cesar Simón-, en los años setenta, de la mano diestra de Ricardo Bellveser, Pedro Bessó y Ricardo Arias.
Uno de mis primeros libros de poesía contemporánea que me compré con mis escasos ahorrillos de jovencito, fue, precisamente, el poemario de Canales, Port-Royal, editado en la colección El Bardo. Aún conserva mi ejemplar el sello de la librería donde lo adquirí: La Idea, Estamañería Vieja, 11. Despareció aquella librería como desparecieron aquellos años, pero siguen las páginas del libro, y siguen las huellas de sus lecturas, y sus bordes amarillentos.
Atrajo a aquel joven que garabateba primerizos versos en las cuartillas, el sorprendente carmen meditativo, existencial y espiritual del maestro malagueño:
El mismo rayo
de sol que me calienta las rodillas
me une a claustros soñados, a las mansas`
penumbras de los templos que hoy se doran
con idéntica luz: la luz de esta
hora. No la de aquella en que una turba
de secuaces del rey desvirtuaron
un modo de la fe; tampoco la del jueves
pasado ni la del jueves venidero.
Dios atrae hacia sí a los que confían
y a los que desesperan. A nosotros
nos toca elegir la puerta ancha
o el ojo de la aguja, en el que siempre
hay suficiente luz para orientar el hilo
También, cómo no, le atrajo que fuese de aquella tierra que él asociaba a su inclinación poética, a su forma idílica de ver la tierra, la tierra de su familia, aquella Málaga de su infancia y adolescencia, de primeros amores, de descubrimientos de la luz, de las sonoridades de las aguas, de las formas de componer los sentidos de esta vida, dando voz y trazo de poema a la intimidad.
Siguieron a aquel poemario los que regularmente fue dándonos a conocer su autor, mostrándonos su infatigable búsqueda, su escritura pasional: Reales sitios, Réquiem andaluz, El año sabático, El puerto, El Canto de la Tierra, etc. Paro en éste último porque para mí constituye uno de sus más excelentes hallazgos. De él copio este poema que viene al caso:
(Pues morirá la muerte, como mueren las cosas
todas) cuando no sepa nadie de mí, ni incluso
tú misma, tierra, guardes nada mío que tenga
ilación con la vida
que tuve, estaré vivo
otra vez. No hace falta que hasta el fin de los tiempos
aguardemos, que cada
uno en su sangre lleva
ese fin. Como tiestos en alfares
tuyos cocidos, el gran fuego hace
(una vana ilusión que fomentamos
tenazmente) que luzcan formas nuevas,
seguras de su propia
solidez. Pero el cántaro se rompe
de tanto ir a la fuente
de la esperanza, y todo
termina mal un día o una noche
cuando por un descuido
(no se sabe de quién) el recipiente
ha cabado de dar lo que podía
dar: contornos, colores
o líquidos prestados.
Se dura un poco más, en tanto quedan
clasificables cascos que permiten
recomponer las líneas
maestras, los detalles
de la decoración o el mismo poso
que el vino o el aceite
dejaron. Y la sombra
acaba por llegar irremediable-
mente, mas no la fría
soledad: cuando acabe
por devolverte lo prestado, oscuro
taller donde empezaron a formarse
estos dolidos versos,
no existirá la muerte.
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