En la mítica obra de la
Antigüedad clásica, la Odisea,
encontramos un curioso pasaje que nos permite conectar el mundo clásico antiguo
con el mundo medieval occidental, más concretamente, nos permite enlazar a
Homero con Dante. El nexo de unión será el inframundo, el país de los muertos
-en un caso la morada del Hades pagano, en el otro, el Infierno cristiano- y el
viaje como conocimiento.
Nos referimos al Canto XI en el
que Homero relata el viaje que Ulises y sus hombres realizan al Hades
–aconsejados por Circe- para preguntar a Tiresias por el camino de regreso a
Ítaca. Allí se encontrará Ulises no sólo con el célebre adivino, personaje del Edipo, Rey, de Sófocles, sino que deambularán y
hablarán con él otros personajes míticos, de entre los cuales destaca el
encuentro de Ulises con su madre.
Ulises, cuenta Homero, se dirigió
con sus hombres, en el negro bajel, a los confines del Océano y, después de
coger unas ovejas de la ciudad de los Cimerios para su sacrificio, se encaminó
donde le dijo Circe:
"Allí Perimedes y Euríloco
sostuvieron las víctimas, y yo, desenvainando la aguda espada que cabe el muslo
llevaba, abrí un hoyo de un codo por lado; hice a su alrededor libación a todos
los muertos, primeramente con aguamiel, luego con dulce vino y a la tercera vez
con agua y lo despolvoree todo con blanca harina. Acto seguido supliqué con
fervor a las inanes cabezas de los muertos, y voté que, cuando llegara a Ítaca,
les sacrificaría en el palacio una vaca no paridera, la mejor que hubiese, y
que en su obsequio llenaría la pira de cosas excelentes, y también que a
Tiresias le inmolaría aparte un carnero completamente negro que descollase
entre nuestros rebaños. Después de haber rogado con votos y súplicas al pueblo
de los difuntos, tomé las reses, las degollé encima del hoyo, corrió la negra
sangre y al instante se congregaron saliendo del Erebo, las almas de los
fallecidos: mujeres jóvenes, mancebos, ancianos que en otro tiempo padecieron
muchos males, tiernas doncellas con el ánimo angustiado por reciente pesar, y
muchos varones que habían muerto en la guerra, heridos por broncíneas lanzas, y
mostraban ensangrentadas armaduras: agitábanse todas con grandísimo murmurio
alrededor del hoyo, unas por un lado y otras por otro; y el pálido terror se
enseñoreó de mí. Al punto exhorté a los compañeros y les di orden de que
desollaran las reses, tomándolas del suelo donde yacían degolladas por el cruel
bronce, y las quemaran inmediatamente, haciendo votos al poderoso Hades y a la
veneranda Persefonea; y yo, desenvainando la aguda espada que cabe al muslo
llevaba me senté y no permití que las inanes cabezas de los muertos se
acercaran a la sangre antes que hubiese interrogado a Tiresias.
(………)
Diciendo así, el alma del
soberano Tiresias se fue a la morada de Hades apenas hubo proferido los
oráculos. Mas yo me estuve quedo hasta que vino mi madre y bebió la negruzca
sangre. Reconocióme de súbito y díjome entre sollozos estas aladas palabras:
—¡Hijo mío! ¿Cómo has bajado en
vida a esta obscuridad tenebrosa? Difícil es que los vivientes puedan
contemplar estos lugares, separados como están por grandes ríos, por impetuosas
corrientes y, principalmente, por el Océano, que no se puede atravesar a pie
sino en una nave bien construida. ¿Vienes acaso de Troya, después de vagar
mucho tiempo con la nave y los amigos? ¿Aun no llegaste a Itaca, ni viste a tu
mujer en el palacio?
Así dijo; y yo le respondí de
esta suerte:
—¡Madre mía! La necesidad me
trajo a la morada de Hades, a consultar el alma de Tiresias el tebano; pero aún
no me acerqué a la Acaya, ni entré en mi tierra; pues voy siempre errante y
padeciendo desgracias desde el punto que seguí al divino Agamemnón hasta Ilión,
la de hermosos corceles, para combatir con los troyanos.
Mas, ea, habla y responde
sinceramente: ¿Cuál hado de la aterradora muerte acabó contigo? ¿Fue una larga
enfermedad, o Artemis, que se complace en tirar flechas, la que te mató con sus
suaves tiros? Háblame de mi padre y del hijo que deje, y cuéntame si mi
dignidad real la conservan ellos o la tiene algún otro varón, porque se figuran
que ya no he de volver. Revélame también la voluntad y el pensamiento de mi
legitima esposa: si vive con mi hijo y todo lo guarda y mantiene en pie, o ya
se casó con el mejor de los aqueos.
Así le hablé; y respondióme en
seguida mi veneranda madre:
—Aquella continúa en tu palacio
con el ánimo afligido y pasa los días y las noches tristemente, llorando sin
cesar. Nadie posee aún tu hermosa autoridad real: Telémaco cultiva en paz tus
heredades y asiste a decorosos banquetes, como debe hacerlo; el varón que
administra justicia, pues todos le convidan. Tu padre se queda en el campo, sin
bajar a la ciudad, y no tiene lecho ni cama, ni mantas, ni colchas espléndidas:
sino que en el invierno duerme entre los esclavos de la casa, en la ceniza,
junto al hogar, llevando miserables vestiduras; y, no bien llega el verano y el
fructífero otoño, se le ponen por todas partes, en la fértil viña, humildes
lechos de hojas secas donde yace afligido y acrecienta sus penas anhelando tu
regreso, además de sufrir las molestias de la senectud a que ha llegado. Así
morí yo también, cumpliendo mi destino: ni la que con certera vista se complace
en arrojar saetas, me hirió con sus suaves tiros en el palacio, ni me acometió enfermedad
alguna de las que se llevan el vigor de los miembros por una odiosa consunción;
antes bien la soledad que de ti sentía y la memoria de tus cuidados y de tu
ternura, preclaro Odiseo, me privaron de la dulce vida.
Así se expresó. Quise entonces efectuar
el designio, que tenía formado en mi espíritu, de abrazar el alma de mi difunta
madre. Tres veces me acerqué a ella, pues el ánimo incitábame a abrazarla; tres
veces se me fue volando de entre las manos como sombra o sueño. Entonces sentí
en mi corazón un agudo dolor que iba en aumento, y dije a mi madre estas aladas
palabras:
—¡Madre mía! ¡Por qué huyes
cuando a ti me acerco, ansioso de asirte, a fin de que en la misma morada de
Hades nos echemos en brazos el uno del otro y nos saciemos de triste llanto?
Por ventura envióme esta vana imagen la ilustre Persefonea, para que se
acrecienten mis lamentos y suspiros?
Así le dije; y al momento me
contestó mi veneranda madre:
—¡Ay de mi hijo mío, el más
desgraciado de todos los hombres! No te engaña Persefonea, hija de Zeus, sino
que esta es la condición de los mortales cuando fallecen: los nervios ya no
mantienen unidos la carne y los huesos, pues los consume la viva fuerza de las
ardientes llamas tan pronto como la vida desampara la blanca osamenta; y el
alma se va volando, como un sueño. Mas, procura volver lo antes posible a la
luz y llévate sabidas todas estas cosas para que luego las refieras a tu
consorte".
(Traducción de Lluís Segalà i Estalella)
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