El autobús que había tomado de madrugada en la estación de Palma, aquella mañana de finales de julio de 1985, subía desde hacía tiempo por un estrecha carretera flanqueada por bancales de olivos y espesas pinadas. Desde mi asiento vi de lejos la Cartuja de Valldemosa y pensé en George Sand y Chopin -en mi viaje hacía exactamente diez años por estos parajes- y fantaseé las estancias por estos pagos de Melchor de Jovellanos -destarrado aquí por Godoy-, de Rubén Darío o de un jovencísimo Jorge Luis Borges junto a su amigo Jacobo Sureda.
Ese mismo día cumplía noventa años Robert Graves y su hija Lucía me había invitado a acompañarles en la fiesta para conocer a la familia y poder acceder allí a unas fotografías. No estaba nervioso, todo por entonces era para mí una dádiva y meramente disfrutaba: de aquella mañana tan limpia, de aquel sol reflejándose en las calas que pude entrever desde el autobús cuando estaba cerca de Deià, del olor a pino junto al aire salitroso que se colaba por la ventana o de aquellos olivos de voz remota.
Tuve que andar un buen trecho desde donde me había dejado el autobús que seguía su trayecto hasta Sóller. Y finalmente, después de un largo muro de piedras, encontré la entrada a la casa de Graves, Ca N´Alluny. Lucía me vio acercarme por el camino de tierra y salió a mi encuentro, presentándome después a sus hermanos, el mayor Williams -quien hoy dirige la Fundación Robert Graves-, Juan, el músico y Tomás, el pequeño, quien se ocupaba de seguir con la tradición de la imprenta que instaló su padre en Deià junto a su compañera, la poeta Laura Riding.
Estuve un buen rato conversando con Tomás ya que él sería el encargado de hacer los fotolitos de la fotografías en una imprenta de Palma y tuvo la deferencia de enseñarme algunas de las bellas publicaciones que había hecho. Después me presentó a su madre, una mujer con una vitalidad extraordinaria, Beryl, quien me dejó unos álbumes de fotos para que eligiese aquellas que podrían ser publicadas en el monográfico. Después me pasaron al estudio del escritor y me dijeron que me quedase allí mirando las fotos y eligiendo mientras le daban de comer a Robert. Fue entonces cuando empecé a sentirme nervioso: estaba tan cerca de la vida de Graves, en su cuarto de trabajo, delante de sus tinteros -sobre la mesa había tres, de distintas coloraciones-, de sus manuscritos, de su biblioteca; saber que él andaría muy cerca y que pronto podría saludarle...
Beryl me llamó para que pasara a verle y le encontré envuelto en una manta, sentado en una silla de ruedas, encorvado. Cuando su mujer le anunció que había ido a visitarle un joven que iba a publicar una revista dedicada a él, levantó la cabeza envuelta en una nube blanca y quedé atónito al ver sus ojos. No articuló la voz, vivía en una ancianidad callada. Pero sus ojos retenían el mar de Homero, sumergidos en un glacial azul.
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