El combate está en todas
partes, para el poeta. A su alrededor, dentro de él, existe algo que lo reprime
o lo somete, y de lo cual hay que dar razón. Algo que debe ser roto, o
embelesado, o incluso liberado. (En el mito griego, se lanzan pasteles de miel,
la música conduce a los monstruos que prohíben el acceso a las entradas más profundas.)
Siempre existe este adversario anónimo que se interpone en el camino de la boca
que pronuncia, ese vacío que busca captar las palabras a medida que nacen. Hay
fronteras que deben ser rotas, intensidades que deben ganarse ante el frío y la
indiferencia, tanto dentro como fuera. Y debemos forzar las defensas de estas
realidades salvajes en las que buscamos la amistad...
El combate está en todas
partes. Su término extremo es la tensión heroica. ¿Pero no está la
confrontación ya comprometida desde los primeros movimientos de la poesía y los
alineamientos más simples del canto,
incluso cuando no se busca desarrollar una ambición "superior"? Desde
el momento en que el poeta recibe la primera llamada interior que le pide que
se convierta en una voz, desde la primera emoción de la palabra, debe saber
cómo superar todos los poderes que reprimen su canto, debe superar ese silencio
que se opone al estallido de las palabras, para liberar así las imágenes que la
inercia detienen. El canto más ingenuo, la línea melódica más humilde existe
solo al precio de una victoria siempre amenazada por una "materia"
opuesta que se le resiste. Es en este material miserable y vacío en el que el
poema se registra, es en él que muerde -como si fuera un golpe de fuego en un
bloque de noche o en la nada masiva. Es necesario para la palabra este negativo
que la hace existir en el rechazo: así puede ella hacérsenos visible,
desprenderse de lo que la rechaza y la niega- la letra negra sobre el blanco de
la página. Esta resistencia muda es el auténtico soporte del poema; y, como las
figuras en la pantalla, las palabras se forman en esta impenetrable y ligera
opacidad que parece formada con las cenizas de todas las palabras perdidas…
Hay algo inasible en esto
que toma consistencia oponiéndose al canto, un límite que se está reformando
siempre más lejos, a medida que pensamos que lo creemos rebasado. Solo quizá lo
supere el silencio que el poema crea para absorberlo, ese silencio de antes de
las palabras que perseguimos pensando en la victoria... Pero el infierno (o los
cielos) son siempre más vastos que el campo de Orfeo. Un aire inviolado
circunda las palabras más altas. Su propulsión hacia el espacio espiritual no
las llevará más lejos (al menos por esta vez). Pero allí donde muere la última
onda del campo, frente a ese extraño para siempre, extraño que ya no tiene fuerza
para invadir nada, allá donde el canto se extingue ante lo que ya no le
pertenece, allá donde se reencuentra "el otro" irreductible, allá
donde están las fronteras verdaderas de la poesía, allá la línea ideal traza el
rostro de un poeta.
Lo insuperable se posa sobre su faz y atrapa la
imagen como el velo de la Verónica. El retrato del poeta está en los confines
de su canto; para nosotros, ese límite sigue siendo secreto. ¿Hay alguna vez
algo que termine definitivamente? ¿No queda el futuro abierto a esta música que
crece como un árbol en la libertad del cielo? Porque las grandes obras tienen
el don de crecer con el tiempo, aunque la mano que las conformó ya se haya
congelado.
Jean Starobinski, La Beauté du monde. La littérature et les arts,
Gallimard, Paris, 2016.
(Nota bene: El pasado 4 de marzo nos dejaba en Morges, a orillas del lago Lemán, el ginebrino Jean Starobinski. Su magnífica obra, sus lecturas, su visión imaginativa, su erudición, nos seguirán acompañando en el viaje prodigioso por los textos, mostrándonos nuevas maravillas de tierras incógnitas. Sit tibi terra levis, magister.)
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