lunes, 16 de diciembre de 2024

EVANGELINA RODRÍGUEZ CUADROS, "Presentación del libro de poemas 'Como un mar antiguo' "



Como un mar antiguo de Juan Antonio Millón

PRESENTACIÓN

[Sagunto, 14 marzo 2023]

 

He oído decir que sólo es saludable aceptar un reto si te lo plantea un amigo. De modo que empiezo por agradecer a Juan Antonio la oportunidad de estar aquí, para presentar su último libro de poesía.

 

Porque, además de las afinidades electivas en la profesión o el estudio, creo que estoy aquí debido a una amistad que, como dice un verso del poema que abre Como un mar antiguo, navega ya muchos años «henchidas las velas de las fraternidades».

 

Cuando, en un ya lejano 1985, un grupo de jóvenes me confiaron realizar una Antología de poetas saguntinos bajo el título Donde el eco al vuelo, no pensé que ello me fuera a convertir en estudiosa de la poesía contemporánea. Ni siquiera las ediciones sobre la presencia saguntina en la literatura clásica o posterior —incluida una tragedia del inglés Philip Frowde con el título The fall of Saguntum—, me cualifican tal vez para ello, porque se asentaban en unos siglos cercanos a lo que siempre ha sido mi estudio. Pero de una cosa estoy segura: ni la investigación, ni las excavaciones literarias o poéticas en la mitificada memoria clásica saguntina, han dejado de rozarse con el paisaje que la acompaña. Siempre pervivirán en la novela o la épica, porque nadie puede prescindir de la tentación de relatarnos. Pero para quienes entendemos la lectura como necesidad diaria, es imprescindible tener siempre a mano un libro de poesía, como si de un Breviario o Libro de Horas se tratara.

 

Treinta y ocho años después de prologar a aquellos, entonces, jóvenes poetas, el vuelo de ese eco roza también Como un mar antiguo de Juan Antonio Millón, contagiado por las afinidades electivas de su doble condición de filólogo e investigador.

 

Aunque la poesía es un estado de gracia, la crítica exige imparcialidad. Y si esa crítica (palabra que significa ejercicio del criterio) ha de aplicarse a un bello y emotivo poemario de un amigo, no se hace fácil. Sobre todo porque no existe una única o válida interpretación de la poesía y es probable que sometido este libro al criterio de distintos lectores o presentadores, asistiríamos a hermenéuticas o interpretaciones también diferentes.

 

Pero ¿por qué en un mundo tan hipertecnificado y con tanta dependencia de la conectividad digital se sigue escribiendo y leyendo poesía, aunque no cuente, por ejemplo, con la adicción narrativa de una novela? Tal vez porque el objeto de la poesía, de Homero a Lope de Vega o de Machado a Gil de Biedma, es descubrirnos lo escondido o trazarnos accesos a una realidad paralela. Exagerando mi optimismo, diría que la poesía es un instrumento no sólo para narrar un mundo, sino para poseerlo. Y ambas cosas requieren un combate con la palabra.

 

Al contender muchos años con los clásicos, he acabado entendiendo, sobre todo, la poesía aferrada a la tradición comunicativa o a una narratividad transparente, sin por ello no respetar otras opciones. Entiendo por legado clásico el capaz de explorar tanto la tradición literaria, en el mejor sentido de la palabra tradición (esto es, un justificado mantenimiento en el tiempo) como nuestro universo más cercano. Y, a mi juicio, éstos son los dos principales cometidos que se ha planteado la poesía de Juan Antonio Millón, quien culmina en este libro el doble compromiso clásico -intelectual y poético- que le caracterizan. Me complace decir que consigue con impecable elegancia y con una sabia discreción que le permite escribir poesía prescindiendo de exclamaciones.

 

Si en sus libros anteriores se reconocía el espacio en el que ha prosperado su inquietud filológica e intelectual, Como un mar antiguo se escribe desde aquí, pero nos lleva más allá del mito de Zakhinthos y su alargada sombra de heroísmo, a nuestra belleza más duradera, ese escenario de consoladora nostalgia de perfección que es el mar. Ello ha puesto en valor un talante y un talento intelectual y poético que lo digo a él y a todos los presentes, valen más que la mejor Tesis Doctoral sobre glorias literarias o minucias locales. De acuerdo que, tal vez, la poesía sea también arqueología, como lo es toda excavación en la escritura. Pero aquí nos encontramos con un bello poemario madurado en la experiencia de Paisaje desde el sueño (Brosquil, 2008), Sendas que tracé (2017) o Todo lo que verán tus ojos (2022). También ha traducido poemas (una aventura, la de la traducción poética —y lo digo por experiencia—. es tan gozosa como arriesgada). Lo hizo en Sendas que otros trazaron (2022).

 

Como un mar antiguo confirma la madurez de las sendas abiertas: una experiencia de lo clásico, liberada de artificio y progresivamente desprendida de límites espacio-temporales.

 

Es verdad que se nos invita a una cálida evocación de la infancia, del entorno familiar o, en otros casos, al roce con inmediatos paisajes elegidos, por ejemplo, la marjal. Lo hace afanándose en la austeridad de las imágenes poéticas.

Y ello le ha exigido explorar la capacidad comunicativa de la poesía: algo que, a mi edad, me permito considerar, sin complejo de antigua, anacrónica u otros desplazamientos calificativos, algo así como un patrimonio de la humanidad. Lo hace poniendo en valor los entornos vividos más por su calidez que por su valores legendarios, míticos o eruditos llevándolos hasta aquella bondadosa síntesis que pedía el Antonio Machado entre lo clásico y lo romántico. Y a través de una personal anábasis, camino o viaje por el Mediterráneo y su inesperado y maduro reencuentro con la mirada de un Lord Byron quien, apenas ocho años después de ayudar a la creación del más trágico héroe romántico, Frankenstein, moría, tras apoyar su cabeza en el mármol, mirando al Adriático desde Cabo Sunion. Con ello trazó el itinerario de todo viaje iniciático a la Grecia clásica, donde el viento «nos mueve a la memoria». Tal podría ser el resumen, espero que, aunque incompleto, no fallido, del hilo que une los poemas de Como un mar antiguo donde podemos leer la síntesis de una memoria voluntariamente compartida, sobria más que exaltada y, por ello mismo, bella y emotiva.

 

Hubo un tiempo en que los debates sobre la poesía se empeñaron en situar la poesía contemporánea en una forzada elección entre una narrativa versificada, discretamente comunicativa —poesía de la experiencia, creo que se decía— o la depuración eufónica o musical de los versos, subrayando su carácter autónomo e intelectual. Esta tarde, advierto a ustedes que este libro no renuncia a ninguna de estas opciones, pero que, si algo de verdad persigue es reivindicar el derecho que nos permite leerlo de la manera más radicalmente emotiva que permite la poesía.

 

Esa poesía que, en la antigüedad, se propagaba desde la propia voz del poeta, pervive en la modernidad en el plano silencio de una página escrita. La mayoría de los poetas han preferido quedarse fuera de ella, dejándola al albur de nuestra libre interpretación. Lo cual es un acto tan arriesgado como generoso. Como insistente lectora de poesía (clásica o contemporánea, aunque sólo expliqué en clase la primera) creo que su futuro no pasa ni por el surrealismo ni por el puro esteticismo, pero tampoco por el compromiso social, por respetable que sea, de quienes la escriben. Pasa por llegar a ese punto exacto, aunque sea efímero, donde constatar una emocional complicidad entre el poeta y quienes lo leemos. Y pasa, como creo que sucede en este libro, por conseguir una síntesis entre la reflexión, la sensibilidad y la inteligencia.

 

Como un mar antiguo lo logra con impecable elegancia, madura discreción y evitando la manía de la poesía decimonónica (y de mucho después) de poner muchas exclamaciones. Sin una palabra más alta que otra: Juan Antonio sabe que la poesía de nuestro tiempo no es ya la de la furia de los cien cañones por banda. Ya lo dijo, con emotiva exactitud, el también profesor y poeta José Luis García Martín (Aldeanueva del Camino, 1950):

 

El arte es abstracción y extrañamiento, contemplar lo que borra la costumbre como si nunca lo hubieses visto antes.

 

Hoy la poesía no es «un arma cargada de futuro», como escribió Gabriel Celaya (1911-1991) en sus Cantos íberos. Más bien es un método para descubrir lo que está cubierto, para trazar el mapa de la realidad que elegimos contemplar, un lugar donde recordar sin la ambición de ser recordados. Y, de ese modo, lograr poseer razonablemente el mundo.

 

En este sentido, tal vez lo más sugerente de este libro es que registra, sin complejos, un yo biográfico y vital abierto a ser compartido. Muestra su aspiración clásica en el propio título: Como un mar antiguo. No hace falta decir que la palabra antiguo —insistentemente invocada en Sagunto— deriva del latín antiquus y significa, un tanto peligrosamente, vetusto, viejo, añoso, arcaico o lo que existió hace mucho tiempo. Pero tiene adherido otro significado: la quebrada evocación de lo que, obstinadamente, permanece. El propio diseño de su portada, un cómplice dibujo de Beatriz Millón trazando un roto o inacabado mosaico clásico, así lo refleja. Por eso no creo que la poesía de Juan Antonio —ni en este libro ni en los anteriores— sea una escueta, aunque valiosa, poesía intimista o existencial sino más bien una poesía que ha adquirido la costumbre de hacerse cargo del mundo.

 

Quienes trabajamos desde la filología y hemos de explicar cómo las palabras crean nuestra memoria de la realidad, sabemos hasta qué punto nuestra función es, precisamente, explicar el proceso de ese «hacerse cargo del mundo». Y, a veces, un poema es el mejor medio de iluminar tal explicación. Como escribiera Francisco Brines, «somos los confidentes de nuestra propia vida», una expresión que cualifica también el tono profundamente meditativo del libro, aunque sin rechazar ni la proyección del yo ni la experimentación con el lenguaje poético. Lo suyo, sea por la formación o por una consciente preferencia de quien lo escribe, es instalarse en la vocación clásica, que no contaminada por la frecuente psicosis de la ruina arqueológica.

 

Pero el abolengo clásico de esta parte de nuestra ciudad, que tanto se ha contado y cantado, no existiría sin su apertura al mar (que ese sí que es todo un clásico). Lo consiguió, además de por su heroica resistencia ante Aníbal, gracias a una aventura muy posterior pero no menos heroica: la hazaña siderúrgica que, ya en el siglo XX, generaría otra tradición poética, aunque sólo sea por la dolorosa nostalgia que pueden significar las, en este caso sí, abandonadas ruinas de un pasado que merecerían más respeto cívico e institucional.

 

Para confirmar su voluntad evocativa, las citas introductorias del libro no son un capricho retórico. Una es del filósofo presocrático Parménides de Elea (que vivió en torno al 530-515 a.C.). Los presocráticos motivaron no poco la inspiración del pensamiento moderno, puesto que de ellos arranca el del mhytos al logos, es decir, el acceso al pensamiento racional y la búsqueda del significado del mundo natural y la ética humana. Entre los años 640 al 370 a.C., nombres ahora extraños como Jenófanes, Parménides o Empédocles u otros que, en mi época, sólo conocíamos por las clases de ciencias naturales o de matemáticas -Heráclito, Pitágoras o Tales- recorrieron la Hélade contemplando su mar y proclamando sus reflexiones según el ritmo, acentuación y melodía de los hexámetros, a imitación de los rapsodas épicos. Fue el logos, es decir la palabra, y no el linaje o la máquina o la técnica lo que en verdad generó la civilización.

 

La cita de Parménides que abre el libro nos propone un doble interrogante: «¿Cómo, lo que es, podrá perecer luego? / ¿Cómo podría llegar a ser?». Luego se añade un verso que Borges incluyó en su bello libro de poemas Lo perdido (1972), uno de los más bellos del autor, y que es asimismo una pregunta: «¿Dónde el viento y el mar, dónde el olvido?». Se incluye —no deja de ser un golpe de efecto, como le gustaba a Borges— en un inesperado soneto. No sé si será este ejemplo o, más probablemente, su contumaz deseo de enfrentarse a retos, lo que ofrece a Juan Antonio Millón otro saludable incentivo, ya que el soneto —una estrofa que logra abarcar un mundo en 14 versos— asoma más de una vez en el poemario.

 

La cuestión es que el recuerdo del mar y de los presocráticos impregnan casi todas sus páginas. No es de extrañar que, un buen día, Juan Antonio decidiera pasarse desde la filosofía a la vaporosa épica filológica y, con ello, a una serena ética de la escritura. Con el tiempo, ha pasado también de la erudición local al no fácil reto de narrarse a sí mismo, escuchar el transcurso del tiempo y escribir poesía, el único lugar donde las palabras nunca están de paso.

 

Pese a esta consciente inspiración filosófica, uno de los atractivos del libro es lograr descubrirnos objetos o imágenes concretas, recorriendo un camino de preguntas, dudas y revelaciones. La inspiración clásica que sostiene Como un mar antiguo no es un tic culturalista sino una emoción real. No es una poesía abstracta o sentenciosa. Acoge comunicación y no tics estéticos o mitos grandilocuentes. No intenta transformar la realidad; por el contrario, quiere que permanezca intacta para que la habitemos sin la cansina inclinación de abrasarnos en lo épico, en la hipérbole o en los signos de admiración. Incluso se libera de la atadura de la rima, pero, en ocasiones, ésta también se desborda cantando por su cuenta, olvidando momentáneamente su propósito de sobriedad.

 

Como un mar antiguo ensaya el esfuerzo ascético y evita el desbordamiento. Consigue un pacto entre la serenidad clásica y el derecho subjetivo a aquel romanticismo que Machado asumiría con la sobriedad, casi monástica, de un maestro de pueblo. Incluso pone elegancia en un hogareño Despertar —título de uno de los últimos poemas del libro—donde juega con la arriesgada nasalización de las eñes:

 

Pájaros de luz planean,

se cuelan en tus ojos,

legañas enmarañadas

que se abren al aire de la sala

[...]

 

Y como despertar cada día supone, en cierto modo, enhebrar otra vez el tiempo en la aguja de la vida, este poema, cargado de infantiles nasalizaciones en eñe, me recuerda la luz que inundaba la habitación cuando mi madre descorría la cortina de la ventana para despertarme e ir al colegio, tras lavarme, enérgica, la cara en el fregadero de la cocina porque —decía— con legañas no se puede ir a la escuela. Así, descubrimos que lo clásico habita más allá de lo solemne. Muchos versos de Como un mar antiguo son abarcables en una sola mirada a la página; casi todos se afanan en el exilio de la brevedad concisa o del silencio. No sólo cuando se usa el haikú: poemas, de sólo tres versos con apenas 5 o 7 sílabas y que ha recuperado la poesía contemporánea.

 

Conseguir que un poema pueda abarcarse prácticamente en una mirada, nos convence de lo abarcable que es el mundo. No es extraño que los poetas contemporáneos hayan usado de esta métrica para ensayar la concisa eternización de la palabra poética. Así, lo clásico puede alojarse también en un esfuerzo del intelecto, pero nunca de manera apremiante sino intimista. El libro, no sé si he contado bien, ofrece 22 haikús que juegan, en el mejor sentido de la palabra jugar, con una poética de aparente intrascendencia pero que logra, por ejemplo, cifrar un paisaje en 3 versos:

 

Las cañas danzan

melodías de adiós

cuando atardece.

 

Pero también homenajea a poetas clásicos, como en el ingenioso contrafacta que hace de los versos de Góngora en su Polifemo (»infame turba de nocturnas aves/gimiendo tristes y volando graves») al escribir

 

Entona el agua

a las nocturnas aves

mimosas nanas.

 

Con ello se logra esquivar la imponente oscuridad gongorina para construir cachitos de sinestésicas imágenes, asociando distintos dominios sensoriales:

 

Calla el silencio

espejuelos del mar.

Rompe una ola.

 

O abrirse a la inspiración, sea consciente o no, del Cantar de los Cantares bíblico

 

Piden tus labios

una albada de besos

en esta noche.

 

Versos que, a su vez, me llevan al recuerdo del poema Albada de Jaime Gil de Biedma que parece desmitificar aquella ternura:

 

Despiértate. La cama está más fría

y las sábanas sucias en el suelo.

Por los montantes de la galería

llega el amanecer.

 

Podemos, incluso, arriesgarnos a encontrar incentivos o precedentes de esta convivencia de versos largos y breves del haikú en la raíz popular y bíblica de nuestra misma poesía clásica. Aquellos versos de San Juan de la Cruz:

 

Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche.

Aquella eterna fuente está escondida,

que bien sé yo do tiene su manida,

aunque es de noche.

Su origen no lo sé, pues no le tiene,

mas sé que todo origen de ella tiene,

Aunque es de noche.

 

me han parecido siempre haikús escritos en el siglo XVI. Y acaso se rememoran, consciente o inconscientemente, en los de Fontana plural de Juan Antonio, con su muy trabajada cascada de aes:

 

Aquella fuente

nos acompaña

manando el agua

distinta y clara,

que nos reúne,

que nos dispersa,

que nos derrama.

 

Pero Como un mar antiguo no sólo aloja instantes contemplativos sino también la duración de la infancia cuando, como dice otro poema, nuestra frente, mucho antes de poder levantar la mirada en Cabo Sunion, «se alzaba a las barbas del cielo». En el verano, los tediosos deberes de la escuela en las vacaciones, exiliados siempre al rincón de los últimos días, aspiraban el olor crepitante del aceite donde hervían los tejeringos, que es como suelen llamar en Andalucía, origen familiar de Juan Antonio, los churros. Es esa inocencia no sólo de los olores sino de los sonidos irrecuperables lo que la poesía funde y confunde con el dolor de estar vivos: el canto unánime de los grillos en la tarde luminosa o, al medio día, donde en la era se trillaban en círculo las espigas junto a la monotonía de un hondo mar de olivos en la Andalucía interior. Estos últimos versos del poema Olas y olivos:

 

allí

en la fascinación de los olivos

donde todo es uno y todo es diverso

 

Y aquí la poesía vuelve a soñar con lo clásico o con el topos del unum et diversum que habría de motivar el célebre estudio de Claudio Guillén sobre literatura comparada, Entre lo uno y lo diverso.

 

Pero, en otros poemas, surge, entroncando con el sentido reflexivo de todo el poemario, el inevitable genius loci de esta ciudad. Por ejemplo, cuando, tras describir en su primera estrofa: la vida íntima de la piedra, / el latido claro de su corazón, evocamos —tal es, al menos, mi lectura personal— el otro mar antiguo al que también se asoma Sagunto (ese cuyas ruinas ya no son piedras sino tramos de hierro sumergidos, como pecios extraños, en la otra parte de memoria a la que pertenecemos). Y, así, concluye:

 

la luz ha dado voz a tu reposo

y de su canto se han forjado

sueños de huidas,

de pérdidas y derrotas

en un ardiente exilio de ausencias.

 

Pero en mi niñez, la Pascua sí se celebraba entre piedras. Y la piedra, sea en un monumento o en el dique artificial que labró la epopeya siderúrgica, simboliza la permanencia porque la piedra y el mar, el hierro y el fuego nos han relatado. Todo ello deja pequeñas huellas en el poemario. Como lo hace el eco del Francisco Brines (1932-2021) de Las brasas o del Otoño de las rosas. Así lo hace pensar su Canción antigua (p. 27):

 

Volverán, como el otoño

siempre vuelve a recordar,

de amor ardido las brasas

en un verano sin fin.

Como un tropel de pájaros

en primavera de invierno.

 

La poesía engendra poesía y su función es volver a ser escrita desde otra mano, o desde otro modo. Cuando Juan Antonio escribe:

 

Fuimos y volvemos a ser una Atlántida

olvidada en el mar, esperando

que algún futuro nos encuentre desnudos

 

me resulta casi imposible no recordar los versos de Antonio Machado:

 

me encontrarán a bordo, ligero de equipaje,

casi desnudo, como los hijos de la mar.

 

Por eso me ha impresionado su esfuerzo de sobriedad —sintiendo, que no magnificando las imágenes— volviendo a homenajear a Machado, esta vez recordando lo que dejó escrito en sus Complementarios que dejaría inédito: «Silenciar los nombres directos de las cosas, cuando las cosas tienen nombres directos ¡qué estupidez!».

 

Puede que esta sobriedad se deba a que Juan Antonio, en cierto modo, llega a la poesía con una madurez, diríamos, posterudita. Como un mar antiguo hace también que la intimidad de lo próximo o un cercano locus amoenus pueda ser, bajo el sol, una espiga hiriente; que los atardeceres conviertan las «cañadas henchidas de penachos / como vidrios de escarcha/sobre el metal líquido». Y que, en un contraluz, «llore la lejania». Pero se recupera también la rotunda onomatopeya en versos como «los guigarros de esta grava que piso» (p. 91). Y así, se nos convence de la suficiencia poética de la realidad cuando ésta se labra en los colores de la infancia, o en la íntima experiencia emocional a la que nos invitan unos haikús cuyas imágenes siempre hubiéramos querido dibujar:

 

La tarde incendia

la pupila del mundo

tras las montañas.

 

En las ermitas

el tiempo se detiene

se me acompasa.

 

Las chimeneas

del horizonte azul

humean nubes.

 

Claro que el haikú, puede que ya fuera presentido en aquellos versos de Machado que dicen encontraron, tras su muerte en Collioure, en el bolsillo de su raído abrigo:

 

Esos días azules

y este sol de la infancia.

 

Pero es que, además, Juan Antonio es de los pocos poetas (iba a decir jóvenes sólo por engañarme a mí misma) que se arriesgan a escribir sonetos en el siglo XXI. ¿Qué sería de lo contemporáneo sin lo clásico? Por ejemplo, el que, bajo la advocación de un bello verso de Garcilaso («Cuánto corta una espada en un rendido») y que titula Promesa trabaja cuidadosamente las sinalefas vocálicas o los encabalgamientos para conseguir, el placer de un perfecto endecasílabo:

 

Somos una hendidura en la corteza,

vegetal en la tiniebla ardido,

sueños que a un tiempo mal y bien han sido 

savia y luz que batalla en la aspereza. 

 Grietas que prolongan la voz que reza

a un mañana que borre quien has sido

y olvide aquel delirio tan temido

y muestre al fin serena la pureza.

Podrá hundir el rayo su feroz tralla

en el cuerpo indefenso de quien pena,

pero ha de renacer quien ahora calla 

transido de una vida que enajena

aquella herida que en su cruel batalla

quiso abatir la promesa más plena.

 

 

La cita inicial tomada como título de este soneto, repito: Cuánto corta una espada en un rendido es un homenaje a Garcilaso, pero termina recordando la furia quevediana (a Quevedo también le salían muchos endecasílabos hipermétricos). Pero no son los únicos encabalgamientos del libro -encabalgamiento, es decir, acabar el sentido de una línea del verso en la siguiente, pues los ensaya con audacia, en otros sonetos:

 

Yermo desolado es este lugar

donde la lluvia es una musitada

música que nos lleva a la apartada

orilla donde se yergue un altar.

O, luego:

aves que rememoran la abatida

cerviz de quien luchó hasta el extravío.

 

No podemos elegir la época en que escribimos, pero sí podemos elegir la tradición para sostener, como pedía Gerardo Diego, el equilibrio entre el sentimiento y la expresión. Todo el libro denota la madurez de haber tomado medidas a la vida a través de la poesía. Así lo expresa, creo, el poema Hontanal (título que remite a la fiesta que, en la antigua Roma, se dedicaba a las fuentes), y que para mí revela ese punto de madurez vital que es saber aceptar lo que somos. Y dice:

 

Nunca olvides las nubes

penetradas de savia,

que el tiempo lentamente va empujando.

Ni ignores los vastos atardeceres

que cuentan las batallas

feroces de la luz y la tiniebla.

Ni el mar ignoto evites

aunque arrastre tu mirada hacia lo hondo,

tu propia lejanía

[...]

Desnuda tu inocencia

frente al aciago horizonte de muerte,

y acepta la sinrazón de la luz. [...]

 

Las edades bárbaras (sea la inocencia de la niñez o las aguas turbias de la juventud) se curan al amparo de la escritura, recordando con serenidad la inocencia de la niñez o las aguas turbias de la adolescencia, porque, como dice otro poema del libro:

 

Fue la niñez feliz, aunque el dolor

bastía el descubrimiento del mundo.

 

Es interesante esta búsqueda de términos insólitos, refrescando palabras antiguas. Así, el extrañamiento del verbo bastir (que significa abastercer, proveer, construir) introduce en el verso la necesidad de detenernos y sentirnos aludidos por su significado. Y, del mismo modo, el desasosiego que promueven los encabalgamientos precisos y los adjetivos distanciadores:

 

No es aún el mar, amor, quien acuna

el gozo y las tormentas, amparando

los despojos tundidos por ráfagas

fatales del destino

 

donde tundir significa igualar, con el recorte de las tijeras, las imperfecciones de los paños tejidos con la lana. Nos hallamos ante una poesía que, sin renunciar a lo narrativo, resulta íntima. Y que reflexiona sobre el propio lenguaje poético acercándose a la plena experiencia emocional de hacerse cargo del mundo. Como dijo José Ángel Valente (1929-2000), en su inolvidable libro Las palabras de la tribu (1971) la poesía revela un aspecto de la realidad para el cual no hay otra vía de acceso que la propia poesía.

 

El libro logra ensamblar las innovaciones expresivas de la poética contemporánea y una cuidada sobriedad. Por ejemplo, el poema Verano desde un invierno (p. 29) comienza con la añoranza de la inocencia infantil:

 

El mundo era un renacer:

corríamos hacia las piscinas

 

Pero, enseguida, nos pellizca el guiño de un inesperado desplazamiento desde quien, en buena lógica, debería ejecutar la acción Y entonces leemos:

 

para que el agua gritara en nuestros cuerpos.

 

Si el agua es fría, es nuestro cuerpo desplaza su frío al grito del agua. Y, tras ello, el poema se sumerge sin complejos en el surrealismo:

 

en la hierba relamíamos la mantequilla de colores.

 

Y, justo entonces, irrumpe un paisaje sonoro fabricado por la reiteración de crujientes erres:

[...] columpiados por las ramas de los abrojos

y el restañar de las ramitas

retorciéndose bajo la luna de agosto

 

Hasta que, finalmente, se nos conduce a la fervorosa nostalgia de un supuesto pasado:

Todo era fulgor,

risa desatada,

misterio del sufrimiento.

Asombro vital.

 

Uno de los poemas más bellos es, en mi opinión, el titulado Letra (p. 79) por su confesada inspiración en la escritura heredada de los clásicos:

 

 

Leo lo que en el agua otros escriben.

Remonto, en sus cursos, una corriente

que logro reconocer por sus lindes,

pero que no es mi propio manantial.

Me llama hacia sí, como un pez sumido

en la obsesión de ir más hacia arriba, 

columbrando un pasado anublado,

buscando el origen inalcanzable

de aquel verbo que fluye

 

Y, justo aquí, aparecen tres versos, como si fueran tres pequeños escalones que hemos de bajar, acompañando el sentimiento de quien los escribe:

 

y transforma

        y oculta

        su sentido.

 

Pero no se trata de que este fervoroso magisterio olvide o renuncie a la atrevida y hogareña metáfora (recordemos las legañas enmarañadas del poema Despertar). Ni al consolador refugio de la palabra que nos libera del dolor de no haber dicho a tiempo lo que quisimos decir. Así, en el poema Nunca:

 

Regresan las palabras como un mar antiguo lenta, pausadamente,

a decirme de nuevo la verdad inconfesable: lo que no te dije

y siempre quise decir [...]

 

La poesía encuentra en la palabra su camino, aunque tampoco tema rozarse con el silencio, porque es este silencio lo que la pone en valor. Así, Juan Antonio, se instala en una madurez meditativa y curativa, borrando discretamente los afanes de la erudición local. Descubre un modo de mirar que, materializado en escritura, obtiene su compensación; y así lo recuerda en Lecho y caudal:

 

la palabra poética

nos devuelve las nubes

de los cielos perdidos.

 

Creo —desde luego puedo equivocarme— que un libro de poesía tiene mucho de aventura y homenaje subjetivos.

Y Como un mar antiguo asume sin complejos la varia lección que transcurre desde la Ítaca de Kavafis (1863-1933) a la sobriedad del último y mejor Lorca o a los versos que Machado olvidó, junto a sus cigarrillos, en el bolsillo de su abrigo en su último paseo por Collioure. Quién sabe si a aquel poeta maestro de escuela, también le hubiera gustado, para emocionarse emocionándonos, extender su última mirada sobre Cabo Sunion. Algo de eso intenta hacer con nosotros Como un mar antiguo, desde una sobriedad rizada de imágenes intuitivas o, en otros casos, reposada en la meditación ética. Una poesía que, sin ceder al realismo narrativo, nos confía un perseverante decir íntimo y al deseo de comunicación.

 

Personalmente, he acabado bastante cansada de la poesía experimental o de la que se enredó en una confusa separación entre lo intelectual y lo estético. Como dijo Jaime Gil de Biedma (1929-1990) en su poema «El juego de hacer versos» de Las personas del verbo: «Lo que importa explicar / es la vida». Y concluye «y los poemas son / un modo de adaptarnos / para que nos entiendan/ y que nos entendamos».

 

Pero como he sido estudiosa del teatro clásico quiero terminar recordando lo que el dramaturgo Juan Mayorga dijo al ingresar en la Real Academia Española (esa institución últimamente tan atildada): «vivo pendiente de lo que las personas hacen con las palabras y de lo que las palabras hacen de las personas». Creo que Juan Antonio ha emprendido de manera irreversible ese viaje, siempre de vuelta, que es la poesía, haciéndonos memoria de un territorio pacientemente recorrido para llegar a una vocación clásica participada de emotividad; es el gran privilegio de la literatura (y en ella incluyo la del texto teatral clásico que he explicado en casi cuarenta y cinco años de docencia universitaria): hacernos cargo del mundo que nos ha construido. Lean este libro, aunque sólo sea porque logra divisar, en la memoria de un mar antiguo, las velas de la esperanza fugitiva que persiguen los héroes. Un libro salido del menester elegido por Juan Antonio Millón tras haber dialogado con el yo investigador o erudito que parece imponer, a veces de manera tiránica, nuestro entorno. Ahora compone una memoria en diálogo con todas sus edades: la niñez, la juventud y la madurez de su talante y su talento. Filólogo emigrado de la filosofía y que ha realizado su mejor Tesis Doctoral en una paciente y emotiva escritura poética. Permítanme que dedique mis últimas palabras a su autor y que, al amparo de muchos años compartiendo vivencias y palabras, recuerde tres versos inconmensurables de Luis García Montero en su último y emotivo libro Un año y tres meses:

 

abrazos y amistad,

cuevas donde guardó

el fuego que nos une a la existencia.

 

 

 

 

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