sábado, 20 de noviembre de 2010

ALFONSO CANALES: EL ANACORETA MALAGUEÑO


Así, "el anacoreta", llamó Juan Gil-Albert al poeta malagueño Alfonso Canales, que con alto dolor nos ha dejado. Lo escribió en las "Notas espontáneas" que puso al frente de la edición valenciana de El Canto de la Tierra. Lo editaba Lindes, Cuadernos de poesía, una excelente colección que se editó aquí en Valencia -qué inolvidables los poemarios de Gil-Albert y Cesar Simón-, en los años setenta, de la mano diestra de Ricardo Bellveser, Pedro Bessó y Ricardo Arias.

Uno de mis primeros libros de poesía contemporánea que me compré con mis escasos ahorrillos de jovencito, fue, precisamente, el poemario de Canales, Port-Royal, editado en la colección El Bardo. Aún conserva mi ejemplar el sello de la librería donde lo adquirí: La Idea, Estamañería Vieja, 11. Despareció aquella librería como desparecieron aquellos años, pero siguen las páginas del libro, y siguen las huellas de sus lecturas, y sus bordes amarillentos.

Atrajo a aquel joven que garabateba primerizos versos en las cuartillas, el sorprendente carmen meditativo, existencial y espiritual del maestro malagueño:

El mismo rayo

de sol que me calienta las rodillas

me une a claustros soñados, a las mansas`

penumbras de los templos que hoy se doran

con idéntica luz: la luz de esta

hora. No la de aquella en que una turba

de secuaces del rey desvirtuaron

un modo de la fe; tampoco la del jueves

pasado ni la del jueves venidero.

Dios atrae hacia sí a los que confían

y a los que desesperan. A nosotros

nos toca elegir la puerta ancha

o el ojo de la aguja, en el que siempre

hay suficiente luz para orientar el hilo


También, cómo no, le atrajo que fuese de aquella tierra que él asociaba a su inclinación poética, a su forma idílica de ver la tierra, la tierra de su familia, aquella Málaga de su infancia y adolescencia, de primeros amores, de descubrimientos de la luz, de las sonoridades de las aguas, de las formas de componer los sentidos de esta vida, dando voz y trazo de poema a la intimidad.

Siguieron a aquel poemario los que regularmente fue dándonos a conocer su autor, mostrándonos su infatigable búsqueda, su escritura pasional: Reales sitios, Réquiem andaluz, El año sabático, El puerto, El Canto de la Tierra, etc. Paro en éste último porque para mí constituye uno de sus más excelentes hallazgos. De él copio este poema que viene al caso:


(Pues morirá la muerte, como mueren las cosas

todas) cuando no sepa nadie de mí, ni incluso

tú misma, tierra, guardes nada mío que tenga

ilación con la vida

que tuve, estaré vivo

otra vez. No hace falta que hasta el fin de los tiempos

aguardemos, que cada

uno en su sangre lleva

ese fin. Como tiestos en alfares

tuyos cocidos, el gran fuego hace

(una vana ilusión que fomentamos

tenazmente) que luzcan formas nuevas,

seguras de su propia

solidez. Pero el cántaro se rompe

de tanto ir a la fuente

de la esperanza, y todo

termina mal un día o una noche

cuando por un descuido

(no se sabe de quién) el recipiente

ha cabado de dar lo que podía

dar: contornos, colores

o líquidos prestados.

Se dura un poco más, en tanto quedan

clasificables cascos que permiten

recomponer las líneas

maestras, los detalles

de la decoración o el mismo poso

que el vino o el aceite

dejaron. Y la sombra

acaba por llegar irremediable-

mente, mas no la fría

soledad: cuando acabe

por devolverte lo prestado, oscuro

taller donde empezaron a formarse

estos dolidos versos,

no existirá la muerte.

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