Buscar las razones de un hecho que se encuentra en la neblina de los recuerdos es algo arduo, piensa mi amigo. Apenas podemos vislumbrar la secuencia integral de las imágenes que nos golpean con insistencia, que nos llegan de forma equívoca y sin haberlas invocado con premeditación.
Algunos de nuestros recuerdos se nos muestran caprichosos y nos sojuzgan, nos rondan de forma intermitente aunque precisa y se vuelven inopinadamente obsesivos, recalcitrantes. De su razón apenas podemos encontrar la ayuda y el consuelo de los demás y no solo porque es fastidioso contar una imagen infantil tan absurda, tan sin sentido, que nos pondría en un aprieto, sino porque es difícil encontrar las palabras adecuadas para expresarla.
Y, después de todo, quién sería capaz de ayudarnos si ni tan siquiera podemos dar con testigos de aquel hecho, llevado a cabo en la más estricta soledad, en la más estricta intimidad, en la más estricta quietud y silencio de aquel apartado cementerio del pueblecito de Sobrago. Eso, al menos, pensaba mi amigo.
La hermana de mi amigo murió cuando él apenas contaba con un año de edad. Por más que intentaba deambular por los pasillos de la memoria intentado encontrar una imagen, una sombra, algún indicio de ella, solo le sobrevenía un aroma a claveles, un frío intenso en la espalda y algo parecido a una caricia.
Fue hasta mucho tiempo después, cuando estudiábamos en el Instituto, cuando Pablo me hizo estas confidencias, porque, hasta entonces, la única persona a la que permitió entrar en su indagación personal fue, cómo no, su madre. Si alguien podía ser capaz de desenredar aquel ovillo enmarañado y dar con el cabo del hilo, ya que no él, esa era sin dudarlo la señora Amparo. A ella acudió en más de una ocasión para saber de su hermana, esperando encontrar en el relato una respuesta que le permitiera explicarse las dudas que lo acechaban.
-Sabes que no me gusta hablar de eso, Pablito, ya te lo dicho muchas veces…Tu hermana era un ángel, un ángel y cuánto te quería, te quería con locura- le decía a su hijo, apesadumbrada, la señora Amparo.
Siempre le decía lo mismo, yo fui testigo de ello en un par de ocasiones, cuando Pablo me invitó a su casa a probar el chocolate caliente que su madre le preparaba para merendar, con aquellas deliciosas galletas. Aunque, por entonces, ya sabía, me lo había dicho mi madre, cómo había muerto la hermana de Pablo: “Niño, ten cuidado con las tracas, que no te pase lo que a la hermana de tu amigo, que se las llevó a la boca y ahí la tienes a la pobrecita, muertecita en una tumba”.
El florero vacío sobre la lápida de mármol, la enorme cruz y la fotografía ovalada de tu hermana protegida por un cristal que limpiabas cuidadosamente con el pañuelo. Allí llegabas con tu bicicleta, la dejabas en la reja de la entrada del camposanto, te acercabas con unas flores silvestres que habías recogido por el camino, de cualquier huerto, y allí le rezabas. Y, al igual que siempre, el aleteo feroz de un palomo por encima de tu cabeza, paralizando su vuelo en aquel mismo instante en que tratabas de recordarla. Mirabas hacia arriba y solo veías un destello de luz y el zumbido ensordecedor, y, finalmente, las plumas coloreadas esparcidas sobre la lápida blanca de tu hermana muerta.
Pero no le dije nada a Pablo, no le dije que yo estaba al tanto de su secreto, no quería darle explicaciones embarazosas sobre mi silencio. Quizá fuese el miedo, la misma atracción que él sentía por visitar aquella tumba hasta que despareció, cuando trasladaron los restos de su hermana al osario común.
Intento buscar las razones, pero solo un aroma de claveles, un frío intenso en la espalda y algo parecido a una caricia siento, cuando visito la tumba de mi amigo.
Juan Antonio Millón.
(Publicado en Els plecs de l'Udiva, nº3, 2012)